Este texto, redactado en 2003 para una colaboración periodística, quiero que sea la novena entrega de las entradas dedicadas a la Guerra de la Independencia. No será la última, pues antes de finalizar este año habrá una más (al menos), y en 2014 habremos de dar cuenta del final del conflicto. Pero vayamos al asunto que aquí nos ocupa y retrocedamos 200 años (y unos pocos días), a la madrugada del 13 de junio de 1813, cuando las tropas francesas hacían saltar por los aires el Castillo de Burgos.
Es junio de 1813; la estrella de Napoleón declina en Europa al tiempo
que su poderoso ejército, asombro del Oriente y del Occidente continental, se
batía en retirada en España y sufría humillantes derrotas frente a la coalición
anglo-española. El repliegue hacia el norte, el último intento de reunificar
las fuerzas para resistir al enemigo, iba a resultar inútil. José Bonaparte,
tras las sucesivas evacuaciones de Madrid y Valladolid, llega a Burgos el día 9
con la sombra de Wellington pisándole los talones, llevando consigo el famoso
‘Equipaje del rey José’, el legendario botín compuesto de innumerables riquezas
del país. Apenas 48 horas después los franceses ponen rumbo a Vitoria, donde
padecen un severo correctivo.
El Castillo de Burgos, en el que apenas diez meses antes las tropas
napoleónicas habían escrito la gesta de una memorable resistencia, es testigo
de los últimos preparativos que el contingente final galo realiza antes de la
retirada definitiva. El objetivo es hacer desaparecer cualquier material,
bélico o documental, que pudiera serle útil al enemigo; el procedimiento
elegido, volar la fortaleza.
Se ha escrito que la noche del 12 al 13 de junio de 1813 quizá haya
sido la más larga de la historia de la Ciudad de Burgos. Fueron horas de enorme
tensión entre invasores e invadidos, aquellos protagonizando actos de saqueo,
éstos atemorizados y anhelantes del fin de la ocupación a partes iguales. La
Junta Municipal, en vela para prevenir los desmanes, se ve impotente para
detener los asaltos a los almacenes de provisiones. Las súplicas de las
autoridades locales a la oficialidad francesa para impedir la rapiña resultan,
en la mayoría de los casos, estériles. Cerca de la medianoche, la municipalidad
teme que los robos se extiendan a las casas particulares y por fin el mando
francés dispone unas patrullas de soldados para impedir las tropelías.
Las huestes ocupantes trabajan sin descanso en el interior del
Castillo. A las tres de la madrugada se solicita al Ayuntamiento ‘500 raciones
de aguardiente para los trabajadores del fuerte a cuenta de la municipalidad y
una hora más tarde volvió a pedir 500 raciones de pan para los mismos’, lo que
da idea del contingente empleado en la tarea. Son las cuatro: el Cuartel
General galo abandona el fortín, después de cuatro años largos de presencia
militar francesa entre sus lienzos, desde que el mismísimo Napoleón descubriera
en sus murallas la posibilidad de un excelente baluarte defensivo.
A pesar de que, según refieren algunas crónicas, los franceses
publican un bando que garantiza la seguridad de las detonaciones para la
población, un imprevisto, una brusca descarga, hace saltar por los aires la
fortaleza sin dar tiempo a la evacuación de los últimos soldados ocupantes. Más
de doscientos militares franceses mueren en la explosión, según se ha dicho, y
hasta se hace mención a alguna gacetilla de la época que aseguraba que dos
compañías completas perecieron, salvándose únicamente once soldados ‘que
bajaron a la ciudad tostados y miserables’.
La explosión estremece a la población. ‘Entre la negra humareda que en
columna gigantesca se elevó hacia el cielo, volaron miles de piedras y bombas,
muchas de las cuales cayeron en la población (…)’. La iglesia de Santa María La
Blanca queda destruida; se pierde buena parte de la vidriería de la Catedral y
se producen daños en el antepecho de la torre del Crucero; una de las gradas de
la estatua de Carlos III, en la Plaza Mayor, sufre desperfectos, así como la
fachada del López de Mendoza; la detonación abre bruscamente las puertas de la
iglesia de San Esteban, mientras que en la chopera del Carmen se localizan
bastantes cadáveres de soldados franceses. ‘El famoso castillo de Burgos,
antiguo alcázar de los reyes castellanos, teatro de tantos memorables hechos
históricos, era solo un informe montón de humeantes escombros’, escribió
Albarellos, a quien hemos seguido en el catálogo de destrozos.
Las memorias no han dejado constancia de víctimas entre los
burgaleses, quienes, en su piadosa visión de la vida, atribuyeron a un milagro
de San Antonio de Padua, aquel santo que ni se llamaba originalmente Antonio,
sino Fernando, ni era de Padua, sino de Lisboa, y cuya festividad se celebra el
13 de junio.
Frisaba el mediodía cuando, en completo desorden y abatimiento, las
milicias francesas, como un estertor, abandonan la ciudad. El Ayuntamiento
dictó ese mismo día una recomendación para que la salida de los invasores no
provocara una furibunda reacción antifrancesa en la ciudad, más aún teniendo en
cuenta que en los hospitales de la ciudad permanecían enfermos extranjeros:
‘Estando en todo tiempo prohibido ofender a otro de palabra o de obra, no es de
creer que los críticos momentos en que es más recomendable este precepto, haya
quien se atreva a insultar o maltratar a persona alguna, cualquiera que haya
sido la opinión y conducta hasta el presente, ni menos que no se respete como
un sagrado los hospitales donde se hallaren los militares enfermos. (…). Burgos
y Junio 13 de 1813. Tomás Calleja, Andrés Fraile y Manuel de Quevedo’.
Detalle del cartel que anunciaba los actos organizados por el Instituto Municipal de Cultura de Burgos el pasado sábado 15 de junio de 2013.
¿QUÉ INTENTARON SEPULTAR
LOS FRANCESES?
¿Por qué el 15 de junio de 1813, dos días después de la huida del
ejército francés, Wellington urgió a los burgaleses a presentarse con
herramientas en el Castillo para comenzar las labores de desescombro? ¿Había
entre las ruinas algo más que cascotes y muertos? Existe una hipótesis,
formulada por el general Centeno en 1925, y acreditada en nuestros días por
Fernando Sánchez-Moreno del Moral, según la cual José I quiso establecer en
Burgos el Archivo General Militar, siendo la torre de Santa María el lugar
elegido para su ubicación. Es más que probable que, en plena retirada, la
intención de los franceses fuera unir tan valioso fondo documental al ‘Equipaje
del Rey José’, pero la ciudad no podía suministrar los carros necesarios para
cargar el archivo, ante lo cual, siempre según Centeno, las tropas invasoras
optaron por sepultar en los subterráneos del fortín la documentación y aquellos
otros efectivos de valor que no pudieran ser trasladados hasta la frontera.
Los trabajos entre las ruinas se sucedieron hasta 1820, y los
documentos de la época sustituyeron la denominación ‘obras de desescombro’ por
‘obras de excavación’. Centeno, en los trabajos arqueológicos que dirigió, pudo
comprobar cómo los franceses se ocuparon, antes de que la fortaleza volara, de
impedir los accesos a los subterráneos del Castillo a base de explosiones
parciales en la puerta de entrada. Y aunque no se haya podido confirmar a
través de hallazgos la existencia del Archivo General Militar en la fortaleza
burgalesa, lo cierto es que, tras una mera acción de barbarie, lectura
simplista de la destrucción, las tropas ocupantes quisieron sepultar valiosa
información al enemigo.
Quiero rematar esta entrada con los artículos publicados el pasado 9 de junio de 2013 por el Diario de Burgos, firmados por Héctor Jiménez y Rodrigo Pérez Barredo, con motivo del bicentenario de la voladura, y que, entre otras cosas, aportan el interesante testimonio de un soldado francés testigo del acontecimiento.